Una gran parte de los seres humanos sigue creyendo en mitos, leyendas, profecías y oráculos. Prescindo de mencionar los fenómenos paranormales y las creencias religiosas, dos conceptos que merecen un tratamiento a parte.
Siempre hay un profeta de turno que anuncia el fin del mundo para una determinada fecha, y unos seguidores de este augurio que no han escarmentado con todos los fines del mundo que se han anunciado y que no se han cumplido nunca.
Estos profetas de calamidades apocalípticas acostumbran a obtener cierta rentabilidad de sus augurios tenebrosos. Luego, ante el fracaso evidente, permanecen un tiempo calladitos hasta que la gente olvide su desliz. Y lo increíble es que la gente olvida y se estremece por un nuevo pronóstico que tampoco se cumplirá. Debe ser que psicológicamente necesitamos una amenaza apocalíptica para satisfacer nuestra tarada inteligencia.
¿Cuántos fines del mundo hemos vivido? ¿Cuántas amenazas de calamidades nos han anunciado? ¿Cuántos asteroides se aproximaron a nosotros para acabar con la vida en la Tierra? ¿Cuántos objetos extraterrestres se acercan para traernos un mensaje “divino”?
Y a toda esta serie de bulos se añaden los “leyendas urbanas”: seres extraterrestres que conviven con nosotros, monstruos diluvianos que viven en las cloacas de las ciudades, historias que aseguran que el hombre jamás piso la Luna, bases nazis en el otro lado de la Luna, y un largo etcétera, etcétera.
¿O nuestra civilización es más inculta de lo que creemos o existe un síndrome que nos arraiga a creer en estas perogrulladas? Uno termina sospechando que heredamos un gen ingenuo, irracional y anti-culto que ingerimos en aquella manzana del “árbol de la sabiduría”, a no ser que Eva se equivocase de árbol y fuese una manzana con el gusano “de la estupidez”.
El nivel de cultura y educación no se puede medir con los baremos que estamos utilizando. Saber leer y escribir no excluye de ser analfabeto. Se puede saber leer y escribir y no comprender nada de lo que explica un periódico, un hecho que normalmente ya cuesta entender por otras razones que no vienen al caso. Los niveles de cultura se aprecian en esos programas basura de la televisión, donde sus protagonistas pueden estar horas hablando sin decir nada interesante y mostrar, unos grados tales de incultura que uno siente vergüenza ajena.
Con estos niveles no nos debe extrañar que los políticos manejen esa dialéctica de conclusiones y promesas que en la mayor parte de las veces nos llevan a exclamar aquellos de: “¿Pero es que nos toman por tontos?”. Pues no solo nos toman por tontos, sino que saben que la mayoría de la población es tonta e inculta.
Seguimos teniendo los mismos ciudadanos del medioevo, con sus creencias religiosas, su incultura, su poco interés por la ciencia, historia, filosofía. Seguimos siendo una casta de trabajadores a las órdenes de señores feudales, obispos y reyes. Seguimos aceptando viejos valores como la familia, la patria, el honor y la bandera.
Unos pocos intentan luchar desesperadamente para obtener conocimientos que nos ofrezcan una vida mejor, más culta, más sana y con unos valores diferentes. Pero son, eso, solo unos pocos, sumergidos en una Odisea en la que abundan cantos de sirenas, brujas como Circe y Polifemos que nos vigilan no sea que alguien los vaya a creer.