Ninguna civilización perdura eternamente. Todos los grandes imperios – inca, griego, egipcio, asirio, romano, etc. -, tuvieron su esplendor y su ocaso, desapareciendo por circunstancias históricas debidas a decadencias, invasiones, enfermedades o cambios ideológicos. Cabe pensar con toda certitud que nuestra civilización Occidental actual tendrá, tarde o temprano, un final inevitable.
Nuestro planeta, como todos los cuerpos del espacio, cambia, se transforma afectado por el envejecimiento del Sol y de una forma más brusca por otros fenómenos, internos y externos. Cambios y fenómenos que afectan a las diferentes formas de vida provocando su extinción, adaptación o transformación. Cuando digo diferentes formas de vida incluyo la nuestra.
El final de la Tierra puede ser por causas muy distintas a la caída de los imperio antes citados. Nuestra final puede acaecer por un cambio climático brusco que envuelva la superficie terrestre de hielo y terribles temperaturas baja; o un cambio de extremo calor que evapore el agua y nos lleve a una situación insostenible. Otro escenario muy real es la erupción o explosión de un super volcán, como sería el caso de Yellowstone, un suceso que afectaría a la vida de toda la humanidad. Tenemos escenarios con antecedentes relativamente cercanos en el tiempo, como las glaciaciones o la inversión de los polos magnéticos, algo que ya sucedió hace 680.100 años y parece que es cíclico. Un suceso como este último inutilizaría toda nuestra civilización tecnológica. Existen otros sucesos más populares y posibles, algunos con grandes posibilidades, como son el impacto de un asteroide, la explosión de una estrella nova cercana o la simple autodestrucción humana por una guerra nuclear o bacteriológica.
En cualquiera de estos sucesos, lo único que puede quedar de testimonio de nuestra civilización, serían unos pocos habitantes que escapasen a bordo de grandes naves autosuficientes y se convirtiesen en nómadas del espacio. Un destino que está marcado suponiendo que, cuando suceda esas posibles apocalipsis, estemos lo suficiente avanzados para desarrollar esas naves de Noé, que nos permitan sobrevivir en el espacio.
Apoyándome en la tesis de que no estamos solos en el Universo, y que ha habido, hay y habrá vida en otros sistemas estelares, amplio este escenario hipotético.
Cuando, tarde o temprano, seamos nómadas del espacio, contactaremos con otros seres provenientes de otros planetas que también han llegado a su fin, ya que todos los planetas tiene un final, irremediablemente marcado por la vejez de la estrella en que orbitaban.
No estoy haciendo ciencia-ficción, elaboro un escenario hipotético que no es tan incierto, ya que todos los astros están condenados a un final caótico y, por tanto, si estaban habitados con civilizaciones tecnológicamente avanzadas, también habrán huido al espacio convirtiéndose en nómadas espaciales.
Me aventuro a especular que si esos «objetos volantes no identificados» que tantos testigos han visto, grabado o fotografiados, son reales, es decir, con seres extraterrestres en su interior, es muy posible que carezcan de planeta, que sean viajeros nómadas que van visitando los lugares que aún tienen opciones de vida. Serán seres que no se asientan en ningún lugar porque su constitución fisiológica no se lo permite, ya que es muy difícil encontrar un planeta con los mismos parámetros. Además estarán habituados a la vida en el espacio, a observar otras civilizaciones, y hasta es posible que sepan cuál será nuestra final, de que forma y cuándo.
Ahora comprendo a Stephen Hawking cuando insiste en la necesidad de viajar a otros planetas, cuando habla de la posibilidad de un final cercano de la Tierra, del peligro que eso entraña para los terrestres. Ahora comprendo a esos emprendedores y millonarios de Silicon Valey con sus prisas en construir naves para colonizar o explorar otros mundos…. están preparando una salida para ellos y otros escogidos. Esos viajeros se convertirán, dentro de miles de años, en descendientes de una civilización que hubo en la Tierra. Serán una especie de Tuaregs del desierto del Sahara, los llamados «hombres azules» que cuando se les pregunta por su origen, te aseguran que descienden de la princesa Tin Hinam, enterrada en Abalesa, y cuya leyenda destaca que engendró a los más nobles de los Tuareg con los dioses venidos del cielo.