La primera herejía del año.
Voy a escribir la primera herejía del año: Los Magos de Oriente, ni eran reyes, ni eran tres, ni eran de diferentes razas.
La única expresión válida para describirlos es la de “magos”, pero su concepto es muy diferente al que le damos, ya que se refiere a sacerdotes persas que estudiaban la astronomía y la astrología.
Se dice que estos adoradores del niño Jesús venían de Oriente, pero no se aclara el origen que podría ser Arabia, Mesopotamia, Babilonia, Persia o Afganistán. Su representación cristiana más antigua los convierte en adoradores de Mitra.
No está escrito que fueran reyes, ni tres; menos que uno fuera negro, y por supuesto es completamente falso que se llamasen Melchor, Gaspar y Baltasar. Ni siquiera el Nuevo Testamento se pone de acuerdo en su existencia. En el Libro de Lucas, no hay visita de Reyes Magos, ni tampoco estrella de Belén, ni mucho menos huida de Egipto, todo lo contrario del Libro de Mateo que aborda sinuosamente el tema; Juan y Marcos, ni mención. Destacar que solo los Libros de Mateo y Lucas hablan del nacimiento en Belén
Los asnos, bueyes, el establo, la estrella, toda la iconografía no se creó hasta 1223 por Francisco de Asís. Él colocó los animales porque un pesebre tiene que tenerlos.
La historia de los tres Reyes Magos aparece en el siglo VII, a partir de entonces se mencionan por los nombres que los conocemos, se decide que sean tres basándose en que transportan oro, mirra e incienso. Estos tres elementos influyen en dar una raza a cada uno de ellos. Más tarde, san Francisco, ideó la puesta en escena del nacimiento, y aprovecho los reyes como extras en el guion.
En el siglo XII las reliquias de estos tres reyes son trasladadas de Milán a Colonia, a la catedral de esta última ciudad. Alguien ordenó abrir el cofre con sus restos y se encontró con la sorpresa de que sólo había los esqueletos de tres niños (o tres enanos) que es lo que guarda hoy el cofre de la catedral de Colonia.
En mi casa se celebraba Papá Noel, y se sabía que quién aparecía en la sala con barbas de algodón, traje rojo y un saco en la espalda, era mi madre. No había engaño, no habría desilusión al crecer, no pensaría en lo embusteros que son los padres. Solo recuerdo a la sirvienta, profundamente católica, santiguándose ante el espectáculo y diciendo: “…hay señoritu que pecadu”.