Estamos en guerra, es una guerra atípica en la que no sirven las estrategias de Clausewitz, son más efectivas las de Lao Tse en su «Arte de la Guerra». Ayer explicaba que estamos perdiendo esta guerra porque tenemos el enemigo en casa, porque en algunos casos son lobos solitarios más peligrosos que una división blindada, y porque es un enemigo que no le importa morir, lo que le da cierta ventaja de acción ante nuestras tropas que cuidan especialmente de su vida.
Nosotros, los ciudadanos somos el blanco preferido del enemigo, somos soldados sin uniforme, desarmados y impotentes. El enemigo puede estar sentado al lado nuestro en la barra de un bar, puede acuchillarnos porque no le gusta el rock que estamos viendo por la televisión, o puede inmolarse en un estadio de fútbol porque rechaza ese deporte de masas. Somos blancos que representan la libertad, la democracia, la opción de creer o no creer en un más allá. Es un intolerancia irracional. Y ante la intolerancia, intolerancia.
Siempre he dicho que vivimos en un sistema de falsos valores, que no son suficientemente progresistas, que hay que cambiarlos, pero con diálogo, con nuevos razonamientos singulares, nunca con imposición y menos con violencia. Pero este enemigo pretende imponernos unos valores retrógrados, anclados en la oscuridad y el temor del medioevo, donde el hombres y mujeres dependían de las teocracias. Creo en el conocimiento, en la ciencia, en la libre enseñanza, en la necesidad de que, en nuestras escuelas, persista el humanismo, la filosofía y la enseñanza de una historia de todas las religiones, no un adoctrinamiento de una sola religión como las madrazas islámicas.
Como ciudadanos de Occidente no podemos renunciar a los valores y libertades alcanzadas, a nuestra forma de vivir y nuestra libertad de pensar, de la misma manera que no todos somos culpables de las guerra que inician nuestros gobiernos, guerras que, como reconoció Tony Blair han sido la base de la generación del terrorismo. Hemos cometido errores y hemos desatado guerras basadas en intereses financieros. Pero eso no hace culpable a nuestras jóvenes generaciones ni las criminaliza. No hay motivo suficientemente grande para asesinar a unos jóvenes por su placer a la música o su entusiasmo en los deportes.
Las consecuencia de los atentados de París, nos llevan a leyes de excepción, a una restricción de nuestras libertades, a una intromisión de nuestras vidas privadas, en definitiva a una marcha atrás de la libertad para poder asegurar nuestras vidas. Tras París ya no todo será igual y tendremos que acostumbrarnos a renunciar a ser plenamente libres. Pese a los controles en los aeropuertos, las cámaras y fuerzas policiales en las calles, debemos seguir luchando por la libertad de nuestras mentes, y jamás dejar que el miedo y el odio no embargue.