Antes de escribir sobre los sentidos de los perros y los gatos, voy a hablar de un cefalópodo muy especial.
Se trata de un ser con un cerebro centralizado y otro cerebro altamente distribuido por el cuerpo, como si estuviera fundido en todos los órganos internos y externos del cuerpo. Un ser con unos brazos que tienen 50 millones de neuronas, tan sensibles que tienen quimiorreceptores que les permite probar lo que tocan. Es más, si por accidente pierde un brazo, este actúa como si estuviera vivo. Al margen de esta peculiaridad extraordinaria, este ser tiene ojos como los humanos, pero sus ojos perciben la gravedad y se mantienen alineados independientemente de la orientación que adopte el cuerpo. Además son ojos que polarizan la luz, por lo que pueden ver otros seres que utilizan la transparencia para camuflarse. Este ser tiene pico y saliva venenosa, sin embargo, es un ser manso y terriblemente curioso y habilidoso en los laberintos. Por otra parte su piel está repleta de pigmentos que le permiten escoger, entre una gran gama, el color que quiere, e incluso cambiar la textura de su piel imitando el entorno en que se encuentra, rocas, arena, etc. El lector, con estas últimas pistas ya sabrá que se trata de un pulpo. Con toda seguridad no le hemos dado la importancia que merece a este cefalópodo, al margen del interés gastronómico que nos pueda despertar. Pero es un octópodo con cierta inteligencia, por lo menos curiosidad. No hablamos de un pequeño habitante del mar, sino de un ser que llega a sobrepasar los tres metros en algunos casos. Su percepción del mundo es distinta a la nuestra y por tanto su “inteligencia” también. Algunos especialistas lo han comparado a los delfines y tal vez llegará un día que trataremos de respetar su pesca por considerarlos seres especiales dentro del reino animal.
Así que ya lo sabéis, cuando os estáis comiendo un sabroso pulpo a la gallega, estáis ingiriendo un ser inteligente. Se que bien cocinado está buenísimo, a mi también me encanta pero… no puedo dejar de pensar.