La vida es un viaje con una duración indeterminada e ilimitada. Un viaje para algunos largo y para otros corto. La duración del recorrido depende de nuestros compañeros de viaje: internos, externos y del azar y la suerte.
En el azar intervienen muchos factores: el lugar en que hemos nacido, los cuidados que hemos recibidos en nuestra infancia, los conflictos armados en los que nos vemos inmensos, la alimentación y la suerte de no estar en el lugar inadecuado en el momento inoportuno.
Respecto a nuestros compañeros de viaje los hay internos y externos. Internos como los genes que, egoístamente, determinan las características para que podamos sobrevivir, mejor dicho, para que ellos puedan perpetuarse, aunque en ocasiones se equivocan y crean personas anómalas. Otras veces entre sus cadenas génicas se cuela una enfermedad que afectará a nuestro viaje o pondrá un fin del trayecto en un momento dado.
En cuanto a nuestras neuronas, el 50% nace con instrucciones para hacer funcionar al viajero, respirar, circular la sangre, moverse, etc. El otro 50% aprenderán de la información que le suministren nuestros sentidos. Pero, en el fondo, a ninguna de estas neuronas le importa lo más mínimo quienes somos.
El viaje es una continua lucha con los “compañeros” externos, contra los gérmenes, los virus, las bacterias, las infecciones que transitan por nuestro camino. Contra estos enemigos sólo disponemos de los anticuerpos o inmunoglobulinas que los neutralizan cuando su ejército no los sobrepasa, de lo contrario estamos expuestos a la enfermedad. Los anticuerpos, se dicho de paso, tampoco saben quiénes somos y sólo se interesan en neutralizar a los intrusos que ponen en riesgo su hábitat.
Si a todo esto le añadimos otros viajeros indeseables, neurasténicos, cretinos, psicóticos e impresentables que tratan de establecer contacto tóxico con nosotros, uno termina por exclamar: ¡Vaya compañeros de viaje!