El cambio climático, después del último intento en la reunión de Madrid[1], se presenta como una catástrofe global que no se puede frenar de la que ya hemos pasado del punto de no retorno. Es como si hubiéramos sobrepasado el horizonte de sucesos de un agujero negro y caemos a su interior sin posibilidad de remontarse. El cambio climático está en marcha, la extinción de las especies avanza como la “Nada” en La historia interminable de Michael Ende, es algo inexorable.
No hay voluntad de freno de las emisiones, las empresas no están dispuestas a pagar impuestos que reduzcan los beneficios de hoy, aunque en el mañana, nuestros hijos se vean perjudicados y dejen de vivir en un planeta azul, para sobrevivir en uno marrón oscuro. Industria y consumismo prevalecen por encima de todo, aunque las consecuencias nos obliguen a circular por las calles con máscaras para respirar. Siempre se obtendrá un negocio de esta situación, desde el vendedor de máscaras al de botellas de aire puro para respirar en casa; desde pastillas que nos ayudarán a soportar el mal, hasta cirugía para limitar las emisiones en nuestro cuerpo.
El cambio climático es una muerte lente anunciada. Mientras sucede el mundo derrumba amenazadoramente. La población empieza a cosechar huertos de miedo, especialmente cuando advierte que ya no hay nada a que aferrarse, cuando siente que ha perdido toda su confianza en el progreso y en aquellos que utilizaban sus “picos de loro” para vendernos la utopía a cambio de nestro voto. Las quimeras del discurso político, monótonamente repetidas, solo nos han aportado desorientación y desesperanza. Nuestro modo de vida solo nos da más desconfianza en el progreso y más robustez a nuestros idearios de miedo.
Las primaveras árabes han tenido unas consecuencias nefastas, las Agencias de Inteligencia promotoras de estas revueltas, advierten ahora como se equivocaron rotundamente. Véase Siria, véase Líbano, véanse muchos países de África.
Mientras China despierta mostrando su gran potencial y tecnología, no en balde ha llegado a pisar el lado oscuro de la Luna; la OTAN entra en muerte cerebral, Inglaterra se separa de Europa y surgen en las calles los desencantados de la globalización, los que apuestan para otorgar el poder al mínimo a los gobernantes, y dejar que sean las comunidades o regiones las que deban de decidir cómo quieren vivir.
Surgen los populistas en España, los separatistas en Catalunya, los “Chalecos amarillos” en Francia, los que demanda igualdad en Bolivia, Chile, Colombia, Argentina, Irán, Irak o la revolución de los paraguas en Hong Kong. Ya no solo exponen sus pancartas, sino que traen una violencia reprimida que destroza comercios, coches y material urbano a su paso.
¿Es un fenómeno de imitación o es contagio? Es solo un ensayo de unas pocas masas. La próxima vez será más global, entre otros aspectos porque se cuenta con las nuevas tecnologías que permiten convocar a los manifestantes instantáneamente, que permiten grabar los hechos y transmitirlos a cualquier lugar del mundo como testimonio, que servirán como denuncia y muestras del grado de violencia. Las nuevas protestas se vivirán en la calle, de día y de noche, sin tregua, sin descanso, con férrea resistencia, sin cesar hasta conseguir que todo esté a punto de estallar. Ahora, como Paris de 1968, se pide lo imposible en una sociedad en la que no hay nada que perder. Corremos el peligro de convertirnos en una distopía.
[1] Los asistentes solo representaban al 25% de los países emisores, y sus decisiones no eran vinculantes.